por
Camilo Ramírez Garza
“La muerte es del dominio de la fe.
Hacen bien en creer que van a morir.”
Jacques Lacan
"Nuestras agendas telefónicas, decía Severo Sarduy,
poco a poco se transforman en el libro Tibetano
de los Muertos"
Intento la llamada
pero no hay nadie ya que la conteste
El timbre suena hueco en el vacío.
Es la nada la única respuesta.
Las cifras dan acceso al nunca más.
Otro nombre se borra de la libreta
o en la agenda electrónica.
Así acaba la historia
Un día que ya figura en el calendario
alguien también cancelará mi nombre.
José Emilio Pacheco
A pesar de que la muerte es una certeza, no deja de interpelarnos constantemente.
“¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?” (Jaime Sabines)
La ausencia silente que deja tras de sí, es indescifrable, enigmática, lejana, y a la vez tan próxima, como el propio aliento. No es posible ver la muerte, aún la más ajena, de manera distante e indiferente, como esas muertes cruentas que se leen todos los días en la nota roja, sin plantearse la propia muerte:
“Hay cerrar los ojos de los muertos/ porque vieron la muerte y nuestros ojos/ no resisten esa visión. / Al contemplarnos/ en esos ojos que nos miran sin vernos/ brota en el fondo nuestra propia muerte.” (José Emilio pacheco)
Definitivamente no constituye lo mismo hablar de la muerte que padecer la desgarradora muerte, “…cuando mueren aquellos a quienes aman…” (Freud) dejando un hueco imposible de llenar, una pérdida irreparable con la cual se tiene que lidiar día a día. Los manuales diagnósticos, psiquiátricos y psicológicos nos dicen que el duelo es una reacción normal -dependiendo de su duración e intensidad- ante la pérdida de un ser querido. ¿Normal? ¿Se puede medir la tristeza aplastante e intraducible? ¿Quién o quiénes y por qué razón, se auto-proclamaron como los medidores de qué es normal y anormal en términos de afectos y de pérdidas? ¿Qué medicamento hará que la muerte no tenga lugar o que la pena que produce se borre de la faz de la tierra y de los corazones de los dolientes? ¿Cómo medir la muerte?
“Entonces de pronto me doy cuenta de que ha muerto. Es curioso que suceda eso ahora, si ya tiene rato de haber fallecido ¿A dónde le llamo? De pronto me di cuenta que no puedo hablarle ya, que no está su cuerpo presente. ¿A dónde se ha ido?...” testimonio que irrumpe trastocando toda noción práctica de la tecnología que nos da la ilusión de siempre estar disponibles a la distancia de un clic o de una llamada. La muerte nos plantea un límite imparable, ya no se puede hablar, dialogar de la manera en que lo hacíamos en vida. ¡No existe un potente celular ni plan telefónico que nos conecte con los muertos!
Es ahí justamente, en ese instante, fugas, silencioso y amoroso, el momento de la muerte de un ser querido –y también del odiado- en donde se abren otras vías (celebraciones, sueños, fotos, videos, chistes, anécdotas, silencio, llanto, oración, hacer algo que hacía en vida…) que intentarán traernos algo de eso que se ha perdido, pues “recordar es vivir. Quién juzgue que algunas de ellas son inadmisibles, locas o fantásticas, no se ha dado cuenta que la totalidad de las realidades humanas, aún las supuestamente estables, como el estado, el derecho, las religiones, la ciencia y la tecnología, también lo son: simples y complejos delirios compartidos por una igualmente ilusoria mayoría.
En el planteamiento inicial respecto a que “la muerte es del dominio de la fe” (Lacan) es decir, de la esperanza en el futuro, Lacan comenta que es dicha evanescencia de la existencia la que otorga fuerzas aún mayores a la vida, pues habiendo una sola vida (aquí quizás quienes crean en la reencarnación sugieran algo diferente) habrá que vivirla intensamente.
camilormz@gmail.com
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*Articulo publicado en El Porvenir/Cultural, p. 3 Ramírez-Garza, C. "Sobre la muerte: ¿A dónde le llamo?" (23.09.09)