LA MUSICA Y LO SUBLIME
Por
Camilo E. Ramírez Garza
Lo sublime está más allá del lenguaje; surge ahí donde las imágenes y las palabras se muestran limitadas para expresar -si acaso rozan- la inmensidad del enigma, fuera del campo de la comprensión humana, y que solo se introduce en la vida humana por la vía de la experiencia mística, diferente a la experiencia religiosa de tipo administrativo, que ligan al sujeto a una comunidad, una jerarquía y una doctrina.
La experiencia mística comprende atravesar por una vivencia intensa con lo inefable: aquello que está más allá de las palabras. En donde solo la des-materialización de la palabra -vía el silencio y el grito, ambos presentes en la música- puede acompañar y hacer soportar el cuerpo en un atravesamiento por lo estrictamente vital del ímpetu más básico de la vida y su fluir perpetuo.
La música con sus vibraciones intensas hace calar hondo aquello que solo puede ser dicho de manera sugerida. Por ello desde la antigüedad el producir sonidos en base a cierto ritmo tenía el objetivo de unir al hombre con la divinidad; lo terreno con lo celeste, el tiempo con la eternidad, fuera para invocar o alabar al Dios, unido al danzar formando rituales sagrados (amado y temido) San Agustín dirá que “Cantar es orar dos veces”; con sus respectivo opuesto: algunos de los grandes compositores, hoy clásicos (Mozart, Beethoven, Bach, etc. ) fueron considerados en su tiempo, adoradores del diablo, pues su música hacía retumbar las grandes construcciones acostumbradas a acordes menos intensos, como eran los cantos gregorianos, cantos permitidos por la liturgia, que la intensidad de algunos instrumentos se asociaba con el culto a Satanás. (“El que come y canta, loco se levanta” “De música, poeta y loco, todos tenemos un poco”) Mostrando con ello ese otro vínculo de la música con lo vital de la vida, con lo intensamente erótico: los afectos suscitados en el espectador creían hacían “despertar” a ese cuerpo medieval (cuerpo de pecado, concupiscente, al que había que someter a la penitencia, ayuno y oración) relacionado con el pecado de lujuria, concupiscencia, es decir, con el diablo; lo finito e imperfecto, la ignorancia, la enfermedad y la muerte. Aún y en la actualidad continúa pendiendo dicho lastre sobre el rock y el heavy metal. Pero ahora bajo ideas más acordes al discurso biopolítico: se dirá que se ha comprobado con quien sabe cuantas estadísticas, que cierto tipo de música producen ciertas conductas criminales (agresión, violencia, suicidio, homicidio, etc.) sin bien ya no se puede argumentar la presencia e influencia del diablo (¡Estamos en el siglo XXI en donde las neurociencias y la genética comandan las explicaciones sobre lo humano!) se plantea que ciertas músicas transforman y afectan de una determinada manera ciertos procesos neuroendocrinos ocasionando problemáticas, así como su contraparte igualmente absurda e ignorante, si se escucha cierta música durante la gestación en el vientre materno, se puede desarrollar una inteligencia superior, más habilidades, prevenir enfermedades, etc. Perdiendo de vista lo que el arte de la música aporta y ha aportado desde sus orígenes: ser vehículo de expresión de todas esas cosas que no pueden ser dichas en palabras, pero que articuladas, hechas melodía, pueden si acaso, tocar, eso imposible de asir del todo. Pensemos ¿Qué sería del amor sin José Alfredo, Manzanero, Dalesio, Vicente y Paquita?
Ahí es donde irrumpe el Heavy Metal con su ímpetu, no de destrucción como lo etiquetará ignorantemente el conservadurismo, sino creativo, siendo una vía privilegiada para tocar las paradojas y angustias humanas entorno al poder, el amor, la vida y la muerte, la eternidad, el más allá, los miedos y ansiedades.
La experiencia mística comprende atravesar por una vivencia intensa con lo inefable: aquello que está más allá de las palabras. En donde solo la des-materialización de la palabra -vía el silencio y el grito, ambos presentes en la música- puede acompañar y hacer soportar el cuerpo en un atravesamiento por lo estrictamente vital del ímpetu más básico de la vida y su fluir perpetuo.
La música con sus vibraciones intensas hace calar hondo aquello que solo puede ser dicho de manera sugerida. Por ello desde la antigüedad el producir sonidos en base a cierto ritmo tenía el objetivo de unir al hombre con la divinidad; lo terreno con lo celeste, el tiempo con la eternidad, fuera para invocar o alabar al Dios, unido al danzar formando rituales sagrados (amado y temido) San Agustín dirá que “Cantar es orar dos veces”; con sus respectivo opuesto: algunos de los grandes compositores, hoy clásicos (Mozart, Beethoven, Bach, etc. ) fueron considerados en su tiempo, adoradores del diablo, pues su música hacía retumbar las grandes construcciones acostumbradas a acordes menos intensos, como eran los cantos gregorianos, cantos permitidos por la liturgia, que la intensidad de algunos instrumentos se asociaba con el culto a Satanás. (“El que come y canta, loco se levanta” “De música, poeta y loco, todos tenemos un poco”) Mostrando con ello ese otro vínculo de la música con lo vital de la vida, con lo intensamente erótico: los afectos suscitados en el espectador creían hacían “despertar” a ese cuerpo medieval (cuerpo de pecado, concupiscente, al que había que someter a la penitencia, ayuno y oración) relacionado con el pecado de lujuria, concupiscencia, es decir, con el diablo; lo finito e imperfecto, la ignorancia, la enfermedad y la muerte. Aún y en la actualidad continúa pendiendo dicho lastre sobre el rock y el heavy metal. Pero ahora bajo ideas más acordes al discurso biopolítico: se dirá que se ha comprobado con quien sabe cuantas estadísticas, que cierto tipo de música producen ciertas conductas criminales (agresión, violencia, suicidio, homicidio, etc.) sin bien ya no se puede argumentar la presencia e influencia del diablo (¡Estamos en el siglo XXI en donde las neurociencias y la genética comandan las explicaciones sobre lo humano!) se plantea que ciertas músicas transforman y afectan de una determinada manera ciertos procesos neuroendocrinos ocasionando problemáticas, así como su contraparte igualmente absurda e ignorante, si se escucha cierta música durante la gestación en el vientre materno, se puede desarrollar una inteligencia superior, más habilidades, prevenir enfermedades, etc. Perdiendo de vista lo que el arte de la música aporta y ha aportado desde sus orígenes: ser vehículo de expresión de todas esas cosas que no pueden ser dichas en palabras, pero que articuladas, hechas melodía, pueden si acaso, tocar, eso imposible de asir del todo. Pensemos ¿Qué sería del amor sin José Alfredo, Manzanero, Dalesio, Vicente y Paquita?
Ahí es donde irrumpe el Heavy Metal con su ímpetu, no de destrucción como lo etiquetará ignorantemente el conservadurismo, sino creativo, siendo una vía privilegiada para tocar las paradojas y angustias humanas entorno al poder, el amor, la vida y la muerte, la eternidad, el más allá, los miedos y ansiedades.
En Monterrey acabamos de disfrutar de una de las mejores bandas de dicho género: Iron Maiden. De su música habría que decir que narran el constante devenir de la humanidad: sus orígenes primitivos (The Clansman)de conquista y holocausto (Run to the Hills, The Trooper); las luchas entre el bien y el mal (The evil that man do, 666) desde siempre debatiéndose en el alma humana; las angustias y miedos ante lo desconocido (Fear of the dark, The Wiker man) hasta las que cuestionan el estatuto de normalidad de la realidad humana (Dream of Mirrors, Can I play with Madness?, Deja vu) entre muchas otras.
camilormz@gmail.com
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